Corría el año 1986 cuando a Javier Corcobado le echaron el veto en las salas madrileñas, acusando a su música de ser “demasiado violenta” y guardando todavía el recuerdo del primer concierto del artista en Rockola (1981), ocasión en la que, de las trescientas personas que entraron en la sala, solo veinte llegaron a ver terminar el espectáculo. Casi tres décadas han pasado desde entonces.
Un largo periodo que ha servido para encumbrar al que la propia Wikipedia denomina como el “príncipe del underground”, y al que bien podríamos renombrar ahora como el “Heatchcliff del subsuelo”. El paria, el diferente, el que tuvo que emigrar y recorrer las Américas para conseguir fama y gloria lejos de las “Cumbres Borrascosas” de Madrid y que ya hace tiempo que ostenta la corona de leyenda viva de la creatividad contra-cultural. Esa que jamás sonará en las radios que escuchan la mayoría, pero sí en las calles que todos recorremos.
Abría la noche en el Teatro del Arte la alemana afincada en Asturias Fee Reega, de manera cortante y casi sin dar tiempo al público a hacerse a la idea de que ya se encontraba en el escenario. “Shoot” (Woodland Recording, 2015), su primer LP grabado en inglés, se convertía en el oscuro entrante de una noche destinada a poner a prueba los límites de la audiencia en cuanto a sonido se refiere.
Con una textura lo-fi y letras en las que, incluso, podemos encontrar diálogos de Los Soprano, la alemana sacaba partido de su último trabajo acompañándose de otro guitarrista y dos micrófonos de voz. Las inconfundibles y truculentas letras de su anterior LP, “La raptora” (Truco Espárrago, 2014), no se hacían esperar, así como tampoco los gritos, saltos y aspavientos de Fee Reega, que daba rienda suelta a su tierno salvajismo punk, dedicándole incluso un tema al taxista (David se llamaba) que la trajo hasta el teatro. Purpurina dorada en la cara y botas de goma para una intensa media hora de actuación que no dejó indiferente a ninguno de los asistentes.
Javier Corcobado, acompañado de Aintzane Aranguena, un teclado, un atril y varios amplificadores, daba comienzo a su performance poética tocando una guitarra eléctrica que colgaba del techo gracias a un fino hilo que, en ocasiones, parecía no existir siquiera, creando la sonora ilusión óptica de ver flotar al instrumento. Proyecciones con videos y fotografías en blanco y negro y de inquietante contenido servían de telón de fondo para la presentación del poemario “Los estertores de la democracia” (Syntorama, 2015).
Ya desde el primer momento Corcobado dio muestras de no tener piedad con el público, elevando los decibelios hasta más allá del límite y provocando que, prácticamente toda la sala tuviera que taparse los oídos con las manos, sintiendo retumbar dentro de sí los graves que se transmitían del suelo hasta el mismo corazón. Todo, con la intención de provocar en el oyente las sensaciones más catárticas antes de sumergirlos en la lectura, turnada entre Aintzane y Corcobado, de los Estertores.
Estertores (respiraciones enfermas) que se repitieron a lo largo de la hora y pico de actuación, salpicada de pequeños momentos cómicos, como aquel en el que Corcobado recitó “yo no soy carismático para el rock” y la audiencia le respondió con sonoros gritos de “¡guapo!” y “¡carismático!”. Eso sí, las risas se agotaban a la hora de interpretar “Infusión de besos”, poema entrecortado con asfixiantes distorsiones (y el uso de un globo en forma de corazón como parte de la instrumentación), que parecían ahondar al público en la desesperación por momentos, ante la pasiva y estática mirada de Aintzane Aranguena (aporreando su bajo con un destornillador) y Javier Corcobado.
De entre el repertorio, una especialísima cover “estertorada” del conocido tema “Bésame mucho”, mientras que el ligero aire que agitaba el telón donde se proyectan las imágenes hacía que que el mar fotografiado pareciera casi real. Como final de una performance tan descalza de pretensiones como los pies de Aintzane Aranguena, una vuelta cíclica al primero de los temas interpretados, con la misma grabación de fondo: la de una nínfula en un columpio.
Por supuesto, la performance poética no podía terminar sino con los estertores de Javier Corcobado y Aintzane Aranguena sonando al unísono en el Teatro del Arte mientras se extinguía el sonido de dos pequeñas cajas de música. Una respiración enferma y decadente, como el mundo que denuncian estos dos príncipes de la creatividad y la experimentación underground. ¿Habría soportado el público de la Rockola en aquel 1981 esta performance?