León Benavente volverá a la agenda SON Estrella Galicia con dos conciertos el 19 y 20 de Diciembre en la Sala SUPER 8 Ferrol y Sala Capitol .
En el año 1962, más o menos cuando la nieve se empezaba a derretir en algunas cumbres y la primavera se instalaba, Francisco Franco tomó una decisión que él consideraba de capital importancia y a la que venía dando vueltas desde hacía tiempo: quiso descubrir cuál era el centro exacto de la península ibérica. Tenía que saber dónde se situaba el mismo centro geográfico de España (Portugal, como si no existiera), no podía dormir por las noches sin averiguarlo. Siglos atrás, los musulmanes ya habían hecho sus cálculos y habían señalado un punto en la que más tarde sería la villa cristiana de Pinto, al sur de Madrid. Pero Don Francisco no se fiaba de los moros, que debían saber mucho de rezos y de hablar raro pero lo que es de aritmética geográfica, poco, así que dio un golpe sobre la mesa. Mandó llamar a El Pardo a los mejores matemáticos e ingenieros de caminos de todo el mundo, que casualmente fueron todos españoles, y les encomendó la tarea. Tras trece meses de trabajo a destajo, de complicadas mediciones, los expertos llegaron a una conclusión: los moros se habían equivocado, pero por muy poco: el centro de España estaba en realidad en la localidad de Valdemoro, a unos siete kilómetros de Pinto. Enseguida comenzó la disputa entre los dos municipios por ver cuál de los dos ostentaba el título, y hubo vecinos que sacaron la escopeta y se dispusieron a defender su honor a tiros. Franco pensó que el asunto se le estaba yendo de las manos, y fue entonces cuando pronunció una de sus frases más célebres. Con su voz afluatada dijo: “ni pa ti ni pa mí”, y se fue a un punto equidistante de los dos pueblos, en Getafe. Allí, en un cerro, plantó un monumento y en un acto oficial declaró el lugar “Centro Auténtico de España”. Cuando le preguntaban si ese era el punto geográfico exacto él se limitaba a decir: “bueno, es por aquí, no hurgues”. Con todo, la disputa entre Pinto y Valdemoro dio lugar a una de las expresiones más populares del refranero español. Y para Franco la cosa se había convertido en una cuestión de orgullo personal, más que de orgullo patrio. Algunos historiadores sostienen si el Generalísimo se afanó tanto en reprimir los nacionalismos periféricos no fue por motivaciones políticas, sino porque una eventual independencia de Cataluña le iba a joder el centro geográfico y hala, vuelta a empezar con los cálculos. Y eso no podía ser.
El origen
Ha transcurrido nada menos que medio siglo y las cosas empiezan a cambiar, o eso parece. El régimen fascista fue agonizando sin ninguna prisa, para dar paso a una simpática transición que nos llevaría a un nuevo régimen neoliberal y aquí nos encontramos, tan a gusto y pensando si prenderle fuego a todo o si hacer nosotros de antorchas humanas. Pero esto de lo que vengo a hablar es algo que sucede ahora y no podría haber sucedido antes. Todo empezó así:
Justo 50 años después de que Franco se pusiera tonto, en marzo de 2012, a Luis Rodríguez le dejó tirado el coche cuando bajaba a Madrid desde Asturias. Era la enésima vez que hacía ese recorrido desde que se trasladara de Oviedo a la capital, un camino que los que vivimos por aquí arriba nos conocemos demasiado bien: subir y bajar el Huerna, la Ruta de la Plata, la Carretera de La Coruña. En mitad de aquello se quedó Luis, parado en la autovía dentro un Opel Corsa con más 300.000 kilómetros a sus espaldas y cargado con un bajo, un amplificador y una maleta de viaje. En el tramo que une León con Benavente, que es como decir en medio de ninguna parte, porque si miras a uno y otro lado del asfalto lo que ves es un páramo enorme. Mientras esperaba a que llegara la grúa, Luis llamó a Abraham Boba, vecino suyo en el madrileño barrio de Conde Duque. Hacía apenas un año que Abraham había publicado su álbum Los días desierto. Luis le habló de escribir canciones juntos. Boba refunfuñó primero, se rió entre dientes después y le dijo: “pero nada de canciones de amor, ya no más”. Quedaron en verse en cuanto Luis llegara. Por aquel entonces César Verdú estaba en Murcia peleándose con las mezclas finales de Alquimística, el disco de Schwarz que vería la luz unos meses más tarde. Fue el segundo en recibir la llamada desde la nada. César sería el baterista, pero también algo más: un director de sonido. Y Luis dejó para el final a Edu Baos, que se encontraba ensayando en Zaragoza algunos temas que formarían parte de El amor y las mayorías, el álbum de Tachenko que acaba de salir a la venta hace unos días en el momento en el que se redactan estas líneas. Aunque tendría el año ocupado con ese disco, todos sabían que más que contingente, Edu era necesario para el proyecto y enseguida se unió a la banda. Un alleranu, un vigués, un murciano y un maño. Suena a chiste pero es cosa seria. Todos nacidos a mediados de los setenta, trovadores y nómadas, dándose cita en medio de ninguna parte. Venían de sitios distintos y cada uno había transitado sus propios caminos por el krautrock, el pop psicodélico, el rock de autor o el folk, pero tenían que acabar confluyendo en un punto aún por definir. Aunque nadie lo sabía, en ese momento se estaba desplazando el centro de la península, o mejor dicho, se estaba gestando un nuevo estado, que era él mismo todo centro y todo periferia: León Benavente.
El viaje
Empezar hablando de cruces de caminos y puntos de encuentro para tratar de decir algo del disco de debut de León Benavente no es un capricho. Si me viera obligado a ponerle una etiqueta universal a esta estupenda colección de canciones sería la de road pop, porque adentrarse en ella supone un viaje físico y emocional, por carreteras y caminos secundarios, lugares y estados mentales de confusión, rabia, desconcierto e incertidumbre. No se encuentran aquí canciones que nos hablen del salón de casa o de la angustia que nos provocan las paredes de nuestra habitación. Es un disco que mira mucho más allá, al mundo de ahí fuera, y se aventura a recorrerlo dando cuenta de todos los riesgos que conlleva el viaje. Puede escucharse cómodamente desde el sofá, pero mejor hacerlo mirando por la ventana, y mucho mejor estando fuera y en movimiento: una magnífica mixtape monográfica para un viaje por carretera, o por la naturaleza si se quiere, pero en todo caso un viaje que tiene algo de frenético. Desde Perpignan a Nueva York, pasando por el barrio del Cabanyal o el parque de El Retiro, hasta una quincena de lugares concretos son mencionados de una u otra forma en el álbum, sin contar con los referidos en el propio nombre de la banda. Nos ponemos en marcha. El motor de este vehículo suena engrasado y escupe ecos de Can y Stereolab: una base rítimica formada por bajos, sintes, baterías y percusiones que nos transportan de un extremo a otro del disco con cambios de marcha que parecen calculados matemáticamente. Las guitarras de Luis oscilan entre los riffs pegados al suelo que en ocasiones remiten a unos Gang of four y los arpegios ensoñadores que nos despegan varios metros por encima del asfalto y se acercan al más reciente dream pop. Abraham lo envuelve y desenvuelve todo con el Farfisa mientras nos lo cuenta, y lo cuenta mejor que nadie.
El trayecto comienza con una constatación de riesgos. Desde las primeras notas parecen decirnos que van a romper con todo lo que se daba por supuesto, a sabiendas de los lastres con los que parten. “Ánimo, valiente” es un grito de aliento que es casi una chufla, porque si no empezamos así acabaremos igual que al principio. Tú que sabes lo que fueron los 80, / te mereces todo lo que pase. Avisados quedamos. Enorme canción. El discurso sonoro se vuelve más furioso a medida que los peligros se van haciendo más palpables. Se oyen cantos de hienas y surgen las primeras dudas, que quedan ventiladas con un estribillo directo al estómago. Las cuestiones se van sucediendo una tras otra en el disco, y aunque a veces cada canción parece contestar a aquella que la precede, estamos ante un álbum más de preguntas que de respuestas, y si en algún momento sucumben a la nostalgia de algo anterior al viaje queda claro que se trata solo de un lugar de paso. Las canciones más aparentemente amables del disco nos llevan de una suerte de saudade (“Estado provisional”) a un agrio desencanto en la distópica “Las ruinas”, pero estas dos paradas en el camino quedan sublimadas cuando se enmarcan dentro del viaje completo. Es uno de esos discos raros hoy en día, mucho más frecuentes hace unas décadas, en los que merece la pena hacer una escucha ininterrumpida de principio a fin. El modo de escucha aleatorio es pecado si uno se quiere adentrar en este periplo. Y hasta ahora no hemos llegado más que a la mitad del recorrido. Ahora viene lo duro. Cuestionarlo todo mientras se pasa por todo parece ser la máxima de León Benavente, y eso es lo que hacen en el ecuador del disco con un trallazo inapelable como “La palabra”, donde se enfrentan a los límites del sonido y del lenguaje para decidir que antes de encarar de nuevo el amor, vamos a preguntarnos de qué hablamos cuando hablamos de esa cosa y de todas las demás cosas que hasta ahora parecían sagradas. El golpe de estado ya está dado; ahora vamos a pensar en un nuevo orden. La furia desatada da paso a la más reflexiva “Década”, porque algo tiene que cambiar o si no se irá todo a la mierda. Preludio inquietante del que es uno de los momentos álgidos del disco, en el que se sube al carro Irantzu Valencia como autoestopista de lujo. “La gran desilusión” ahonda en el tema del desencanto y lo transforma en una pieza de orfebrería pop que nos deja con una sonrisa marcada a fuego en la cara, una que es en parte dulce y en parte amarga. Y aunque nos quedamos embelesados, la recta final del viaje nos depara un momento épico, un duelo a pleno sol como en una película del oeste pero en esta particular película de carretera. La montaña rusa sónica de León Benavente nos lleva del desasosiego a la revuelta pasando por la indignación, o cómo a través de las emociones vividas, la imaginación y la evocación sonora, el rock puede plantarle cara al mundo real. En este disco todos se mueven, pero nadie huye. En “El Rey Ricardo” y “Revolución” nuestras navajas de Albacete se enfrentan a su espada de Toledo, y después de la brutalidad nos queda una sensación de victoria. Si echamos la vista atrás nos damos cuenta de que todo ha sucedido a través de nueve grandes canciones, una por una. Pero esperen, que aún queda la secuencia final. En “Ser brigada” recogen a otra autoestopista ilustre, Cristina Martínez, y cierran el álbum con un viaje dentro del viaje, una historia de amor y violencia (ahora sí) para la que no hay “y fueron felices y comieron perdices” que valga, sino esta bomba: Y vieron que incluso las flores tienen su parte decadente, / que se pudra este ramo de rosas pero no antes que usted, señor presidente. Epílogo tremendo para un paseo salvaje y precioso de apenas cuarenta minutos. Los cuarenta minutos más intensos que el que esto suscribe ha tenido en mucho tiempo.
El destino
¿Para qué volver? Para qué, dicen, si hemos llegado hasta aquí. Lo que nadie sabe aún es dónde van a ir a parar, pero sospecho que muy lejos. Si algo me parece innegable escuchando a León Benavente es que este no es un mero encuentro casual en algún punto situado entre Mozota y Moreda de Aller. León Benavente no es El Pisuerga que pasa por Valladolid, no es creíble que el estado de gracia que desprenden estas canciones sea cosa de coyunturas. En la música pop tenemos la fea costumbre de llamar a las nuevas aventuras “proyectos”, o aún peor, “proyectos paralelos”, como si siempre fueran cosas que están por hacer o que acontecen en una dimensión secundaria. El álbum de debut de León Benavente es una realidad urgente, y apuesto a que se seguirá hablando de él dentro de algunos años. Tal vez incluso dentro de medio siglo, cuando se cumpla otro ciclo y alguien decida volver a desplazar el centro de la península ibérica.