Texto: Marcos Gendre
No fue ninguna casualidad que sonara The Gun Club antes de que Pablo Und Destruktion y sus secuaces del orbayu eléctrico hicieran acto de presencia. En su manera de esquilar el verbo rock, el asturiano es también otro demente confeso de la perversión de las raíces en modo volcánico. Así fue durante la más de hora y media con la que el asturiano hizo acopio de sus virtudes como sumo pontífice de la palabra caveiana.
Nada más arrancar; el espinazo, quebrado. La culpa: un “Puro y ligero” que sonó a catarsis final. En sus embestidas iniciales, el crescendo atómico de las guitarras ahogó a la sala en un océano de electricidad que seguiría revuelto hasta la despedida, con un Pablo haciendo temblar su micrófono de dos cabezas mediante un canto tradicional centenario astur. Para ese momento, el respetable ya se encontraba en plena resaca emocional tras la impetuosa descarga de puñales rebañados en rock mesiánico. Como en “Busero español”, el número estrella de todos sus conciertos, donde, como ya es habitual, Pablo desciende desde las tablas y se hace pasillo entre la audiencia. Es en momentos como el señalado cuando arrecia más que nunca el recuerdo a los tristemente olvidados 713avo Amor, grupo al que recuerda poderosamente en vivo. Y ayer no fue la excepción.
Perfectamente secundado por un trío de contundencia abisal, cortes como “Pierdes los dientes España”, “Mis animales” y “Extranjera” armaron un tercio inicial de concierto donde las continuas escaladas noise, sepultadas entre silencios espectrales, dejó exhausto al grupo de almas congregada para la ocasión. De hecho, si se hubiera terminado la actuación en ese momento, nos habríamos vuelto con el corazón en la boca. Pero hubo más, mucho más. Como “Powder”, desde hace tiempo uno de los himnos oficiales de su repertorio, del que se sirvieron para fraguar un ciclón de aires fronterizos, templado entre los silbidos arenosos de Pablo.
Fue en el último tramo del concierto cuando nuestro bardo favorito decidió regalarnos un respiro mediante sus historias de concursos de Yoplait, el apocalipsis, las propiedades curativas de las ortigas y sus revelaciones de cuando estudiaba Veterinaria.
Genio y figura, sus monólogos enfatizaron más aún el carácter díscolo de un músico para el que tormento, locura y retranca conviven como un animal psicótico de tres patas que, al servicio, de temas como “A la mar fui a por naranjas” o en el cierre, a lomos de “A veces la vida es hermosa”, es capaz de volarnos la cabeza y liberarnos las cadenas de la rutina diaria. Cataclísmico y hermoso.