“Buenas noches. Soy Richi, y estos son los Maracas de Fuego”. Así se presentaba Ricardo Vicente este pasado viernes en la sala El Sol: armado tan solo con su guitarra, su surrealista sentido del humor y un puñado de amigos que, a modo de escuderos, le acompañaron desde las vistas de un jardín de Buenos Aires (“El palacio de los Gansos”) hasta una “Estatua del jardín botánico” sin perder aliento y sin salir de Madrid. Así es el “bueno” de Richi, capaz de llegar hasta lo más profundo de las más oscuras entrañas para morir y resucitar encarnado en un bailarín deseoso de reír y jugar con aquellos que estén dispuestos a seguirle.
Tras dos temas interpretados a base de pura energía, sacados de su segundo y último LP, el primero, «Muriendo de frío» de “Hotel Florida” (Cydonia Records, 2015), y de el segundo, «Nôtre Dame» de «El perro es mío» (Siesta, 2009), de su querido Francisco Nixon, Ricardo Vicente decidía parar el carro regresando a su primer LP (a la par que novela), “¿Qué haces tan lejos de casa?” (Marxophone, 2013) y sus famosas “Langostas en el Nilo”. De poco le sirvió esta contención al ver saltar una de las cuerdas del bajo, por lo que el maño abandonó el calor de Egipto por el sabor de la pampa. “El Palacio de los Gansos” nos hacía viajar con él a un jardín de Buenos Aires y a su etapa de transición entre La Costa Brava y Tachenko y su nueva faceta como compositor en solitario. Así, recordando a Francisco Nixon y a The New Raemon, “El problema de los tres cuerpos” volvía a resolverse a favor de un público dispuesto a ahorrarle a Richi las molestias de cantar, apropiándose el trabajo.
Pero “el que esté más triste gana”, y tocaba volver a la oscuridad del hotel donde Cappa y Hemingway se refugiaban de los bombardeos durante la Guerra Civil. “Vamos a hacer “Como que salga el sol” en El Sol, en Madrid”. De Argentina volvíamos a los adoquines de la vieja plaza del Sol. De un lado para otro, sin parar, con una sonrisa de niño perdido y un corazón henchido de recuerdos vividos a quemarropa, las canciones de Ricardo Vicente parecían extraídas de un cuadro de Edward Hooper. Pinturas en las que mujeres solitarias esperan en mutantes habitaciones de hotel a quién sabe quién, y quién sabe cuándo. Instantes congelados en colores pastel, en melodías de apariencia naif, algunas incluso psicodélicas, desteñidas por una bella melancolía encarnada en la voz rasgada del maño.
Llegaba el turno de la que Vicente considera su favorita, “Trampa 22”, tocada en solitario al principio, con toda la banda detrás al final, y el saludo improvisado de Luis saliendo al escenario a abrazar a su Richi. Más que un concierto al uso, una fiesta entre amigos a la que no podía faltar Zahara, encargada de dar voz a “Belleza y miedo”. Manido y superficial resultaría decir que aquel tiempo pasado juntos en el escenario fue representativo de toda la belleza puede acarrear el género pop. Se iba acercando el final del concierto, pero aún quedaban rincones por visitar, como el “Museo Británico”, con advertencia tranquilizadora incluida. “Voy a salir un momento, voy a pensar en cuatro cosas mías y ya vuelvo”.
“La crónica a secas aburre, por eso cada capítulo tiene que equilibrarse con una parte de realidad, con una parte de mi vida y con la ficción absoluta”, comentaba Ricardo Vicente hace ya algunos años durante una entrevista. Así, siguiendo sus propios consejos diremos entonces que fue justo en aquel momento cuando una sombra familiar para todos los asistentes se dejó caer por la sala El Sol, tras haber subido por Montera, y haber tocado un poco el acordeón a las prostitutas. Después de haber bajado del tren que cogió en la novela de Richi, con ese billete mágico que le abría todas las puertas. Sigamos los consejos de Vicente e imaginemos que el sueño era real, y que Sergio Algora asistió también a tiempo de ser testigo del final del viaje de Ricardo sobre el escenario, sentándose en un banco al lado de una “Estatua del jardín botánico”. Y que, poco a poco, en blanco y negro, como los ángeles de Wim Wenders, abandonó la sala al ver el trabajo bien hecho. Porque las crónicas sin ficción son aburridas, y porque esta ficción nos alegra a todos.
Ricardo Vicente abandonaba el escenario de la sala El Sol entre gritos del público, que pedía más, con el listón bien alto y sin despedidas, con toda la filosofía que un profesor que se niega a utilizar libros es capaz de transmitir. Como un señor con sonrisa de Peter Pan.