Texto: J. Castellanos Fotos: Theyedropper
La vida tiende a llevarnos por diversos caminos que unas veces terminan en acantilados y otras acaban por cruzarse. Ela Orleans, nacida en Polonia y afincada en Escocia, es el claro ejemplo de esos derroteros y cómo pueden acabar formando una autopista. Criada bajo educación musical en “una ciudad muy bonita con una historia muy fea” (Oświęcim, conocida de forma internacional como Auschwitz, sinónimo de horror), acabó tirando por los estudios teatrales y ambos carriles se han juntado en un mismo arte; el directo, del que ayer Orleans ofreció una clase maestra en el Teatro del Arte de Madrid.
Apenas un pequeño y amarillento foco iluminaba los botones de la nave de la residente en Glasgow, un elemento necesario que mostraba algo de luz al teatro que Ela Orleans había convertido en un páramo frío e industrial en el que toda la atención se desviaba a una pantalla que proyectaba elementos desoladores, entre figuras góticas y planos que recordaban al cine soviético, todo en un blanco y negro desgastado. Las dos tonalidades se han convertido en el color corporativo de su último trabajo, el álbum “Upper Hell” con el que ha dejado de ser uno de los secretos mejor guardados del pop electrónico para pasar a una esfera más que reconocible que le ha permitido pasar por el 981 Heritage y demostrar que su música puede expandirse con enorme calidad más allá de las grabaciones.
Bajo esa revisión oscura de la escenificación kraftwerkriana -los elementos toman el control y no el artista, hierático- salió la polaca a las tablas del teatro madrileño, en el que ofreció y trasladó su último lanzamiento (producido por Howie B, que es un sello de calidad en sí mismo) con todo lo que implica. En un mundo en el que la cultura se digiere en dosis rápidas y en el que el álbum tiene una vida cada vez más corta, quizá lo importante sea ofrecer una idea atractiva y condensada. Así lo hizo Orleans con “Upper Hell” y sus 30 minutos de duración y así fue su presentación en la capital; un show de una hora en el que le dio tiempo a hacer viajar al público entre sonidos lúgubres e hinóspitos al comienzo, pasearles por la belleza absoluta de temas como “The Sky and The Ghost”, para acabar demostrando en el ocaso de la noche que entre tanta oscuridad también sabe moverse con soltura en lo bailable. Cuando la pantalla alumbraba un “The End” de los de antes, la artista dejaba la escena entre sombras, bajo un trueno de aplausos que comenzaban a procesar un concierto que pasó como un rayo lleno de matices y sensaciones.