Cuatro años tuvieron que pasar para enterarme de que mis vecinos hacían música. En 2006 yo vivía en Barcelona y mis vecinos eran Laia y Roger. Ellos en el 4º y yo en el 5º. Tenían un grupo, Cabo San Roque. Había oído hablar de reuniones de músicos en el edificio, de gente que construía sus propios instrumentos usando desde máquinas de escribir a cajas de galletas. Nunca escuché nada y todo aquello me sonaba a leyenda.
Así que al cuarto año de mi estancia en aquel edificio me cruzo con ellos por primera vez en la escalera. Nos presentamos, charlamos, me invitan a su casa y entonces lo entiendo todo. Bueno, casi todo. El entramado musical y conceptual de Cabo San Roque da para largas conversaciones y de esas hemos tenido unas cuantas. Aquel día me hablaron de los comienzos del grupo, de cómo había ido mutando con el tiempo, en número y en forma, de su interés por unir músicos humanos con instrumentos mecánicos automáticos. Me invitaron a ver su espectáculo La Caixeta. A partir de entonces intentar describir o poner etiquetas a su música se me ha hecho imposible. De ahí que escribir estas líneas suponga para mí todo un reto. Si alguien me preguntaba, “¿Y qué tipo de música hacen Cabo San Roque?”, mi respuesta era, “tienes que verlo”.
Esta sensación aumentaba con cada nuevo disco y con cada nuevo espectáculo o con sus colaboraciones con Carles Santos, Pascal Comelade, Pierre Bastien, Joan Saura y tantos otros. Cada vez más difícil de describir, cada vez más personal. Por eso me subo a este ring con la intención de hacer un buen combate, aún sabiendo que me voy a llevar una buena paliza. 12 rounds suena áspero y pantanoso, suena cortante e inquieto. Música para bailar sin ser música de baile. Música evocadora sin ser paisajística. Toda una rave concebida en un taller con tornillos y planchas metálicas cayendo al suelo. La maraña de títulos que Pascal Comelade ha retratado en la contraportada del disco no es casual. 12 rounds bien podría funcionar como un todo en el que el orden de los factores no altera el producto. La mano izquierda de Laia al Microkorg teje potentes líneas de bajo que recuerdan a los grooves de Studio One, la guitarra eléctrica de Roger recoje el sonido y el legado del Delta del Mississipi y la máquina de ritmos golpea material reciclado añadiendo tormentas a un sonido cercano algunas veces al industrial. Tampoco parece casual que el estudio de Alessandro “Asso” Stefana (colaborador habitual de Vinicio Capossela y a los mandos en esta grabación) se llame Perpetuum Mobile, como la célebre pieza de Einstürzende Neubauten. O quizá sí sea casualidad y a estas alturas del combate ya he recibido demasiados golpes y no me estoy enterando de nada. Así se mezclan en 45 minutos medios tiempos oscuros (Ya-ya trueno, Pas de loup), frenéticas piezas disco escritas en pentagrama (Frontón Baile Loco, Cabelludo mateu), post-rock inspirado en su paso por tierras mexicanas (Un paseo queretano), jaurías de vientos dignas de Albert Ayler (Tres Tristos Trons), versiones irreconocibles de Mancini (Sorolls d’Hatari), homenajes a grandes maestros como Joan Saura (Sesión de noche), o pasajes ruidistas como el que cierra el disco (Cartes de crochet dinamita).
Roger y Laia han firmado su trabajo más concreto, tan válido para propuestas escénicas cercanas a las de Heiner Goebbels como para tirar abajo los muros de cualquier sala de rock. Han llevado el combate por donde ellos han querido, sin importarles de qué lado están las apuestas, boxeando con una mano y escribiendo con la otra, como Arthur Cravan. Los combates de 12 asaltos están reservados a campeonatos del mundo y continentales y es ahí donde ellos pelean. Y yo, por mi parte, seguiré diciendo eso de “tienes que verlo”, pensando que cualquier descripción de la música de Cabo San Roque me hace sentirme un poco más estúpido. K.O., una vez más.